martes, 22 de febrero de 2011

Ratoniano

"Apostados como silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares
y millares de seres mortales absortos en ensueños oceánicos"

Moby Dick, Herman Melville


Una densa columna de humo dio paso al difuminarse a un hociquillo rosáceo que olisqueó tímidamente su alrededor.
Un oxidado reloj de chatarra dorada decidió expirar al dar las siete en punto.
La cafetera de la señorita River (su padre se apellidaba Ríos pero a ella le parecía poco sofisticado) aguantó todo lo que pudo hasta que, sin poder evitarlo, la presión de su interior hizo que estallara en miles de pequeñas partículas de metralla que fueron a parar en su mayoría al ojo, mejilla y pecho izquierdos de la propia señorita River.
Tras el hociquillo aparecieron dos ojos marrones, pacíficos e inteligentes, que observaron con tranquilidad un paisaje apocalíptico.
Ezequiel Kirtchner, tras leer unos pasajes de la Torah y guardarla cuidadosamente en lugar fresco y seco decidió acabar la tarde masturbándose en un sillón del cuarto de estar. Sólo cuatro gotas de turbio semen corrieron por su piel hasta empapar la tela estampada de la tapicería.
Cuatro gotas de sangre cayeron sobre el galgo gris de la señorita River. El perro lloriqueó y salió de la cocina con el rabo entre las patas.
Los dos ojos marrones fueron protagonistas del fin de los tiempos. Miró al cielo y contempló la lucha. Los caballos devorándose, a mordiscos.
Kirtchner sintió cierta frustración ante aquel débil chorrillo de virilidad y decidió recrearse en la dulzura de los ojos de su hija cuando le miraban desde abajo. Cuando derramaba sobre su boca lo que ahora no era más que debilidad.
La sangre goteó contra las baldosas, no se sintió capaz de mover los pies, por si se caía. Con una mano se agarraba a la encimera y con la otra se palpaba el ojo, que había dejado de ser redondo.
Con los muertos se puede vivir, con los que no se puede vivir es con los vivos-decía la madre del pequeño bigotudo. Se limpió las patas de azufre y carbón.
El galgo gris, como excelente galgo italiano que era, volvió al lado de su ama y lamió los coágulos. Le lamió el pecho, ardiendo de hambre. Mordisqueó el pezón, pero prefirió partes más blandas.
La frustración le llevó por su propio camino. Anduvo perdido, pero se encontró huyendo. Carne muy hecha y crujir de ramas en la hoguera. Se conformó con arder.
Los bigotes chamuscados, los caballos encabritados, las patas sulfuradas. Con los dientes. Decidió abrirse paso con los dientes. Hasta darse cuenta de que tenía la boca llena de hormigas. Murió justo debajo de una gran valla publicitaria: “La Felicidad no se compra, se construye”, Constructora dixit.


Al Ogro, el de los ojos de azufre azul.